La peña de San Mateo.
Me quedé cautivada de esa imagen,
penetré en sus colores, incluso toqué las sombras y reflejos de esos árboles y esa
tierra mixteca. Lo que ocurrió no fue magia, tampoco casualidad pero
inmediatamente me encontré allí, ¿un viaje surrealista? No lo sé, pero sucedió.
Regresé a San Mateo Peñasco pero no como
hoy, sino como antes y me contagié de
instantes de 1987, 1988 y parte de 1989 en donde como antropóloga reconocía una región de mucha historia. Estaba justo en
el camino que une a San Agustín Tlacotepec con Chalcatongo y frente a mí se
alzaba Ella; majestuosa, soberbia, elegante.
Una peña que
veo con claridad, quizá una mañana sobre las 8, el campo verde, las casas
oliendo a humo de tortilla de maíz recién traído del molino... Entusiasmada y
algo nostálgica, suspiré y recordé mis aventuras en ese pueblo y aquella que
tuve en la inmensa roca.
Mis papás me
animaron a escribir, quizá lo hubiera hecho antes, pero me faltaba la confabulación que se produjo cuando vi la
foto y luego, aquella palabra: “¡adelante!” escrita por ellos. Y aquí estoy
queriendo hablarle a mis recuerdos para que juntos seamos cómplices de un
relato, quizá no demasiado real porque los años han pasado, pero en cierta
forma para mí, sí intenta describir lo que fue y lo que es. Así pues, me
propongo contarles paso a paso todo lo que va surgiendo ante mi vista, lo que
se va impregnando a través de mi olfato, lo que la estela de sonidos susurra a mi
oído, a mi gusto y a mi tacto.
Vuelvo a ese
tiempo para poder recrear los diálogos y las sensaciones. No es necesario
cerrar los ojos, sólo me dejo llevar…
Para ustedes
papitos.
Nos
levantamos muy temprano Luis y yo dispuestos a escalar esa peña que
anteriormente había subido con dos amigas del pueblo. Dos jovencitas que fueron
mis inseparables amigas durante los días que viví con tía Bego en su casa. Y fue ella, quien desconfiada, me preguntó:
- - ¿Van
a ir solos?
- - Sí
-
Deberías
de llamar a alguien que los guíe. Se
pueden perder. Y haciéndole señas a uno de sus hijos para que se acercara, le
pidió que fuera rápidamente por Esteban y le dijera que viniera para acompañarnos en
nuestro recorrido.
Alcé la vista
y vi la peña. Era perfecta, en ella no había trampa. Veía con claridad su
figura y tampoco me parecía tan alta y complicada. Así que le contesté a tía
Bego con gran seguridad.
-
¡No
hace falta! No me perderé tía Bego. Sé ir.
Le
sonreí y tomamos los tacos que nos había preparado. Le di un beso en la mejilla
de despedida, y le repetí hasta tres veces que no se preocupara, que estaría de
vuelta pronto. Ese día por la tarde, tirarían cuetes, anunciando el inicio de
las fiestas del pueblo; era quizá un 20 de septiembre a las 9 de la mañana.
En este punto debo hacer dos
aclaraciones.
La
primera es para ubicar a la comunidad de San Mateo Peñasco, localizada en la
Mixteca al suroeste del distrito de Tlaxiaco en el estado de Oaxaca. Y es aquí
donde realicé el trabajo de campo y la investigación que darían lugar a mi
tesis de maestría en antropología social. La segunda, es el porqué del uso de
“tía” (xixi) y tío” (xito) para dirigirme a las personas
adultas pues esa palabra es señal de respeto para con ellas, así me lo explicó Eugenia.
Siguiendo
con mi relato, recuerdo los ojos de tía Bego, su expresión, sus recomendaciones para que mi osadía e
intrepidez reposaran un poco y apareciera la sensatez que encauzara la aventura
que pretendía hacer. No era la primera vez que tía sabía de mis caminatas por la Mixteca y mis
viajes a la Costa Chica para continuar con mi proyecto de tesis y, cuando
aquello sucedía, su sonrisa me preguntaba varios “para qué” y sus palabras me
proponían nuevos informantes. Como ella, otras tías intentaron ayudarme a encontrar la respuesta a la famosa
interrogante que todo problema de tesis debe tener, a sacar las fotos tan
deseadas del proceso de producción de seda, a curarme del mal de ojo que padecí
en el pueblo de Pinotepa de Don Luis, a permitirme estar con ellas en su puesto
de mercado para observar y tomar nota de lo que veía y a tantas cosas más pero,
estas son otras historias.
-
Eres
demasiado confiada. Hay gente con más experiencia que se ha perdido en la peña.
Me
detengo un poco en ese instante y veo en su mirada; recelo y duda. De alguna
forma, las historias de apariciones o extravíos en quebradas y abismos rodeaban
las leyendas de la peña.
Comenzamos
a subir. El día era caluroso así que el agua se nos acabó pronto. Yo llevaba
una bolsa de ixtle, de esas que
llevan los tacuates donde guardé mi cámara pequeña, ambas cosas
más tarde, tendrían un protagonismo absoluto en lo que después sucedería. A medida que avanzábamos, el camino dejó de
ser ligero y la senda de terracería empezó a convertirse en pedregosa; los
desniveles devoraban el paisaje y nuestra agilidad tomó el relevo a la calma de
aquellos pasos firmes y seguros cuando un par de horas antes, divertidos y
ufanos contemplábamos el paisaje. Para nosotros era una excusión fantástica,
así que empezaron a sonar los click click de mi cámara de fotos. En ocasiones
se nos complicaba la escalada pues las rocas eran enormes y casi no teníamos
donde apoyar el pie y por ello, no tardé en percatarme de mi equivocación aunque
no me importó, pues por lógica, ese camino también llegaba a la cima.
- ¡Hemos llegado!, ¿Qué hora es?
Preguntó Luis.
- Ya son las tres de la tarde. Hora
de comer otro taco y hacer un breve descanso para regresar al pueblo; contesté
acomodándome en una explanada verde cerca de la sombra de un gran pedrusco.
Otra
vez saqué mi cámara pensando tomar la mejor foto que pondría en la primera hoja
de mi tesis, realmente había subido a la peña por esa foto. Así era yo ¿o soy?
-¡A bajar! Dije alto, al mismo tiempo
que aspiraba el aire puro de ese lugar.
No
recuerdo bien la hora que era pero, en esos momentos, el tiempo pasó de prisa.
La tarde caía y nosotros no encontrábamos el camino de vuelta ¡pero se veía tan
fácil! ¡Allí estaba el pueblo, cerquita de nuestra mirada!, ¡pero si podía
llamar a tía Bego y decirle “¡Ya voy!”
Tampoco
sé cuántos minutos nos llevaba desandar lo que nuestros pasos hacían. Pero
dimos varias vueltas. Unas porque de plano, sin saber cómo, regresábamos al
mismo lugar una y otra vez; otras porque simplemente, era imposible bajar sin
sufrir un accidente y teníamos que retroceder.
Fue entonces cuando se me ocurrió utilizar mi bolsa de ixtle como reata
y ayudarnos con ella para progresar en nuestros descensos y ascensos.
-
Te
toca a ti. ¡Órale, ahí va!
-
Imposible.
¡No puede ser! Eran nuestras palabras que acompañaban a nuestra desesperación.
Oscurecía,
la luz menguaba y sabíamos que pronto, no tendríamos más oportunidades para
seguir buscando el camino para regresar al pueblo. Decidimos mejor encontrar un
lugar para esperar, ¿esperar? Sí, esperar nuestro rescate. Yo estaba segura que
vendrían a buscarnos. Así que en cuanto la penumbra apareció, ambos concluimos
que no había que moverse más.
No
recuerdo miedo, ni desconfianza, ni tan siquiera arrepentimiento de mi
imprudencia durante esas horas que transcurrían. Sólo sentía frío, mucho frío conforme
oscurecía y la temperatura bajaba.
Mientras
esto sucedía en la peña, tía Bego repetía a cada rato a gente del pueblo: “Se
ha perdido”.
-
Quizá
ya no tarde. Usted no se preocupe. Le contestaban.
-
No,
se ha perdido. Respondía contundente.
-
Ella
me dijo que estaría aquí sobre las 5, a más tardar las 6. Ya está haciéndose
muy tarde y sin luz no podrá bajar. Hay que buscarla.
Mi
compadre Abundio me contó que la tía no mencionó en ningún momento a Luis.
Nunca habló en plural. Ella solo se refería a mí.
Después
pude comprobar que para aquella gente, yo era su responsabilidad y era también
una amiga que había dejado de ser forastera. Luis era un forastero.
A
las siete tía Bego fue a ver al Presidente Municipal pero como no estaba, habló
o intentó hablar con el síndico para pedirle que fueran a buscarme. Sin
embargo, debido a la hora y a la fecha, el síndico ya no estaba sobrio y sólo le
repetía.
-
Espere
usted. Ya regresará., oliendo a mezcal.
Tía Bego
insistió e insistió, hasta que por respuesta obtuvo “iremos mañana, ahora es
imposible subir a la peña. No se ve nada y es peligroso”.
-
¿Mañana?
¡No! Hoy, ahora mismo.
Me cuentan
que su impotencia por lograr convencer a las autoridades para que fueran por mí
(por nosotros), hizo que empezara a beber para calmarse. Me consta que tía Bego
no bebía, quizá alguna cerveza de vez en cuando pero nada más. Ese día
sorprendió a todos llorando y bebiendo y buscando a alguien que quisiera subir
a la peña para encontrarme (encontrarnos). Así llegó a buscar a los profesores
de la escuela del pueblo; uno de ellos era mi compadre Abundio (al año
siguiente me convertiría en madrina de su pequeña hija) quien le dijo:
-
Consígame
usted a alguien que pueda guiarnos y voy. Pues llendo solo, me perdería
también.
Pronto tía
Bego consiguió a Gustavo que conocía bien la peña y junto con mi compadre
Abundio y tres personas más, se encaminaron a buscarme, llevando consigo unas
lámparas y alguna escopeta.
De repente,
a lo lejos divisamos unas luces.
-
¡Ya
vienen! ¡Nos buscan! Grité. Y presurosa tomé mi cámara para tirar unas fotos
pues el flash ayudaría a localizarnos. ¡Bendita cámara!
Y de esta
forma, se entabló una comunicación de luces y sonidos. Esperamos. Tardaron unas
horas aún en llegar a nuestro encuentro. Cuando eso pasó, mi compadre me
advirtió:
- Carmen tienes a tía Bego muy disgustada y me
abrazaron y felices descendimos la peña.
Ellos, mis rescatistas, me alumbraban el camino.
¿Luis? Atrás, intentando aferrarse a la penumbra que dejaban las linternas para
no caerse. Nadie le alumbraba a él y yo lo hice notar pero, por respuesta vi la
sonrisa de mi compadre, diciendo “el que se busque la vida, venimos por ti”.
Parecía como que fuera Luis el responsable de ese angustioso día.
- Vas a
encontrar a tía Bego muy borracha. Ha bebido mucho.
- ¿Tía
Bego?, ¿por qué?
- ¿Por qué crees? Pues por ti, ¿por qué va a ser?
La bajada de
la peña fue de risas pues de vez en cuando resbalábamos y también de larga
plática, contando yo mi aventura y ellos, la zozobra que tía Bego había vivido
desde las 5 de la tarde, buscando y convenciendo a alguien para que subiera a
mi rescate.
Al llegar al
pueblo, me dirigí a casa de tía Bego. Ella ya estaba afuera esperándome. Su
casa estaba justo a la entrada del pueblo. Tía Bego me abrazó y lloró y lloró.
Me dio un beso y me preguntó si quería comer algo. Le contesté que no y le pedí
perdón. Entonces me dijo que me fuera a dormir porque estaría muy cansada. Era
tarde, quizá las 2 de la mañana. No hablamos más, ella también se fue a dormir.
Al día
siguiente, recibí la visita del síndico del pueblo que al verme me dijo:
-
Licenciada, no lo vuelva a hacer. Ahora está
usted bien pero hoy pudo ser un día trágico. ¿Se da cuenta?
Han sido estas
palabras las que acompañan el recuerdo que tengo de la peña porque encierran
muchos sentimientos, una experiencia, una imagen y una fama que días después,
caminando por las calles del pueblo, pude comprobar al oír “Cuidado, no se vaya
a perder otra vez…”
(Aventuras de una antropóloga-CVH).
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